La camisa del hombre feliz

Había una vez un rey cuya riqueza y poder eran tan inmensos, como eran de inmensas su tristeza y desazón.
-Daré la mitad de mi reino a quien consiga ayudarme a sanar las angustias de mis tristes noches- dijo un día.
Quizás más interesados en el dinero que podían conseguir que en la salud del Rey, los consejeros de la corte decidieron ponerse en campaña y no detenerse hasta encontrar la cura para el sufrimiento real. Desde los confines de la tierra mandaron traer a los sabios más prestigiosos y a los magos más poderosos de entonces, para ayudarles a encontrar el remedio buscado.
Pero todo fue en vano, nadie sabía cómo curar al monarca.
Una tarde, finalmente, apareció un viejo sabio que les dijo: -si encontráis en el reino un hombre completamente feliz, podréis curar al rey. Tiene que ser alguien que se sienta completamente satisfecho, que nada le falte y que tenga acceso a todo lo que necesita.
-Cuando lo halléis- siguió el anciano- pedidle su camisa y traedla a palacio. Decidle al rey que duerma una noche entera vestido solo con esa prenda. Os aseguro que mañana despertará curado.
Los consejeros se abocaron de lleno y con completa dedicación a la búsqueda de un hombre feliz, aunque ya sabían que la tarea no resultaría fácil.
En efecto, el hombre que era rico, estaba enfermo; el que gozaba de buena salud, era pobre. Aquel, rico y sano, se quejaba de su mujer y ésta, de sus hijos.
Todos los entrevistados coincidían en que algo les faltaba para ser totalmente felices aunque nunca se ponían de acuerdo en aquello que les faltaba.
Finalmente, una noche, muy tarde, un mensajero llegó al palacio. Habían encontrado al hombre tan interesantemente buscado. Se trataba de un humilde campesino que vivía al norte en la zona más árida del reino. Cuando el monarca fue informado del hallazgo. Éste se llenó de alegría e inmediatamente mandó que le trajeran la camisa de aquel hombre, a cambio de la cual deberían darle al campesino cualquier cosa que pidiera.
Los envidos se presentaron a toda prisa en la casa de aquel hombre para comprarle la camisa y, si era necesario –se decían- se la quitarían por la fuerza...
El rey tardó mucho en sanar en sanar de su tristeza. De hecho su mal se agravó bastante cuando de que el hombre más feliz de su reino, quizás el único totalmente feliz, era tan pobre, tan pobre... que no tenía ni siquiera una camisa.

UN CUENTO PARA PENSAR

En un oasis escondido entre los más lejanos paisajes del desierto, se encontraba el viejo Eliahu de rodillas, a un costado de algunas palmeras datileras.
Su vecino Hakim, el acaudalado mercader, se detuvo en el oasis a abrevar sus camellos y vio a Eliahu transpirando, mientras parecía cavar en la arena.
- ¿Que tal anciano? La paz sea contigo.
- Contigo -contestó Eliahu sin dejar su tarea.
- ¿Qué haces aquí, con esta temperatura, y esa pala en las manos?
- Siembro -contestó el viejo.
- Qué siembras aquí, Eliahu?
- Dátiles -respondió Eliahu mientras señalaba a su alrededor el palmar.
-¡Dátiles!! -repitió el recién llegado, y cerró los ojos como quien escucha la mayor estupidez.
-El calor te ha dañado el cerebro, querido amigo. Ven, deja esa tarea y vamos a la tienda a beber una copa de licor.
- No, debo terminar la siembra. Luego si quieres, beberemos...
- Dime, amigo: ¿cuántos años tienes?
- No sé... sesenta, setenta, ochenta, no sé... lo he olvidado... pero eso, ¿qué importa?
- Mira, amigo, los datileros tardan más de cincuenta años en crecer y recién después de ser palmeras adultas están en condiciones de dar frutos.
Yo no estoy deseándote el mal y lo sabes, ojala vivas hasta los ciento un años, pero tú sabes que difícilmente puedas llegar a cosechar algo de lo que hoy siembras. Deja eso y ven conmigo.
-Mira, Hakim, yo comí los dátiles que otro sembró, otro que tampoco soñó con probar esos dátiles. Yo siembro hoy, para que otros puedan comer mañana los dátiles que hoy planto... y aunque solo fuera en honor de aquel desconocido, vale la pena terminar mi tarea.
- Me has dado una gran lección, Eliahu, déjame que te pague con una bolsa de monedas esta enseñanza que hoy me diste - y diciendo esto, Hakim le puso en la mano al viejo una bolsa de cuero.
- Te agradezco tus monedas, amigo. Ya ves, a veces pasa esto: tú me pronosticabas que no llegaría a cosechar lo que sembrara. Parecía cierto y sin embargo, mira, todavía no termino de sembrar y ya coseché una bolsa de monedas y la gratitud de un amigo.
- Tu sabiduría me asombra, anciano. Esta es la segunda gran lección que me das hoy y es quizás más importante que la primera. Déjame pues que pague también esta lección con otra bolsa de monedas.
-Y a veces pasa esto -siguió el anciano y extendió la mano mirando las dos bolsas de monedas-: sembré para no cosechar y antes de terminar de sembrar ya coseché no solo una, sino dos veces.
-Ya basta, viejo, no sigas hablando. Si sigues enseñándome cosas tengo miedo de que no me alcance toda mi fortuna para pagarte...